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viernes, 18 de enero de 2013

MEMORIAS DE UN FRIQUI 1983: el camello de cuatro patas



Hace unos días, el hijo de la vecina del quinto -la del perro asesino- celebró su undécimo cumpleaños; por cuestiones que tienen el mismo fundamento lógico que las de la política exterior de Israel para bombardear a Palestina, mi hijo de cinco años, mi mujer y yo nos personamos en su casa con el inevitable regalito, elegido por mí y envuelto por mi esposa, aunque en la tarjetita rezara: de parte de Carlitos (que es mi hijo).

Me dispuse a sentarme en un sofá a escuchar los chistes verdes de los otros padres y, de paso, escudarme de la algarabía de niños corriendo, perro ladrando y un payaso inflando globos (que juraría que es el sobrino de la dueña del “todoaveinteduros”, que estudió Arte Dramático y que a veces se pone frente a la Catedral disfrazado de estatua). Con mi vaso de Gold Cola en la mano y mientras me preguntaba dónde había comprado estos refrescos, porque juraría que la empresa cerró hace años, pude ver a lo lejos la cara de un niño abriendo el regalo con ese mínimo de emoción que suelen tener los niños hoy en día cuando comprueban que no es algo para la Play. Una caja de clicks medievales. Levantó una ceja y la miró con indiferencia, ni siquiera la abrió para ver el catálogo que solían traer. Tal y como le quitó el papel de regalo, la dejó sobre una mesa y se fue al videojuego.

-Boby, ¿Qué se dice? –le instó la madre
-Gracias –respondió el niño sin apartar la vista del televisor.

La madre, complacida por la buena educación de su hijo, continuó su charla con mi esposa. Gracias a Dios, la fiesta terminó antes de tiempo porque al payaso se le explotó un globo y el perro asesino le atacó fieramente desatendiendo la autoritaria llamada que su ama le hacía sin moverse del sitio «Mariano, ven aquí. No, Mariano, no. Aquí».

Mientras bajábamos en el ascensor pude constatar lo víboras hipócritas que éramos, no dejamos de criticar ferozmente la fiesta a la que habíamos acudido tan sonrientes, que si tenía unas cortinas horribles, que un perro así de grande no tendría que estar en un piso tan pequeño o que tenía al niño malcriado. Yo me mantuve callado y asintiendo, como hacía mi mujer. Llegados a nuestro piso, cenamos y acostamos al niño y ya en la cama, pude desahogarme a gusto.
-El niño ese ni ha abierto la caja de los clicks, a su edad, ya habría perdido la mitad de las espadas debajo de la lavadora de tanto jugar, pero él...
-Los tiempos cambian, ya te lo dije cuando fuimos a comprarlo, a los niños de once años ya no les gustan los muñecos. Ahora hasta le meten mano a una novia.

Aquella noche me acosté recordando la época en la que yo tenía once años. Parece mentira, ya han pasado más de dos décadas.

Era el año de Nuestro de Señor de 1983. Por aquel entonces, Forum vendía sus primeros tebeos de superhéroes aunque yo no lo supiera, Pedro Almodóvar cosechaba sus primeros éxitos cantando con Mc Namara Susan get down, Emilio Aragón seguía una línea blanca al son de la música del Puente sobre el río Kwai ¡y eso era lo más gracioso de la televisión!, Michael Jackson tenía que maquillarse para parecer un zombi y un pingüino rosa demostraba que un programa infantil podía tener las palabras «libro» y «gordo» en su título sin asustar a la audiencia.


Los niños con once años podían jugar con muñecos sin sentirse idiotas. De hecho, aquel fue un año muy especial porque estaban de moda unos muñecos que no olvidaríamos: los de Star Wars. Hay que entender que la saga de George Lucas para nosotros era un oasis en el desierto que era el cine. Nada se parecía a las andanzas de los Skywalker. Hoy miramos la cartelera y podemos enumerar como mínimo cinco películas con efectos especiales apabullantes, pero por aquel entonces la opción a Lord Vader era la cabeza de Roger Moore metida en un cocodrilo de goma...

Aunque hay que reconocer que ese fue el año en que se popularizaron las películas de acción en las que aparecían punkies, bien atacando un pacífico barrio hasta que el amigo Charles Bronson ponía en orden las cosas con su innecesaria y rebuscada mala leche, o bien dominando la tierra en un indeseable futuro no muy lejano (como La fuga del Bronx, El exterminador de la carretera o Mad Max –que, por cierto, la calificaban como película S-). En aquella Navidad llegaba por primera vez a España aquel al que años después Reagan calificaría como ejemplo para los americanos: Rambo. Se estrenó Acorralado; por el momento, no mataba malvados vietnamitas ni ayudaba a los bondadosos talibán contra los desalmados rusos, pero derribaba a pedradas un helicóptero, si eso no es ser bruto...

Ahora que lo pienso, últimamente se ha hablado de que abunda la violencia en la televisión y el cine. Personalmente, creo que si comparamos las películas de los primeros ochenta con las actuales, lo siento por los Cara a cara, Sé lo que hicisteis el último verano, XXX o Desperado, pero no llegan a los Yo soy la ley, Viernes 13, Posesión infernal o Conan el bárbaro... Hasta había más violencia en las de Bud Spencer y Terence Hill.

Pero volviendo al tema del que hablábamos, los muñecos de Star Wars. A lo largo del año ya había conseguido comprarme un par (eran un soldado gamorreano –los cerditos que custodiaban el palacio de Jabba en la tercera parte- y un bicho que tenía dos ojos y una cabeza en forma de lengua lasciva que se llamaba Hammermead), 
Este fue el único juguete que aguantó hasta el final, su pistola, como siempre, acabó debajo de la lavadora.
pero ninguno de nosotros tenía el juguete más deseado de nuestra infancia: el camello de cuatro patas, sí, suena redundante, todos los camellos tienen cuatro patas ¿no?, pues para un niño de un barrio –digamos- problemático como lo era el mío, no todos los camellos tenían cuatro patas, no sé si pilláis el concepto...

El camello de cuatro patas era el monstruoso vehículo que atacaba a los rebeldes al principio de El Imperio contraataca, se llama AT-AT. Pues ese. El juguete era una carísima reproducción a escala para los muñecos, lo que venía a dotarle de unas dimensiones considerables.
Este fue el juguete más soñado de la infancia de todos los niños de mi época.

Los sábados por la mañana, mis amigos y yo peregrinábamos al centro para poder contemplarlo en una juguetería que había en la calle Cuna y que aún hoy en día, pese a la decadencia en el negocio, sigue abierta. Pegábamos nuestras caras contra el escaparate y nos quedábamos mirándolo durante algunas horas, entonces alguien soltaba «Me han dicho que en El Corte Inglés también está expuesto y te dejan jugar con él si no hay mucha gente» no sé cual era el autor de esa afirmación, pero si lo pensabas detenidamente, había una trampa: diciembre, vacaciones de Navidad, El Corte Inglés y no hay mucha gente... ¿Cuál de estos cuatro elementos creéis que no ocurrirá nunca? Pero no éramos más ilusos que listos y acabábamos yendo a la sección de juguetería con otros cientos de niños que habrían hablado con el mismo oscuro sujeto.

Fue uno de esos sábados, ya era por la tarde, después de Érase una vez... el hombre cuando sucedió. Estábamos jugando a Galáctica (era una serie que se quedó olvidada pero, creedme, era buenísima iba del espacio y una estación de combate que se enfrentaba contra un ejército de robots llamados zilones mientras buscaban un planeta en el que vivir. Bueno, pues la muletilla favorita de la serie era «bipper uno, bipper dos», que era lo que decían los pilotos de Galáctica cuando salían a toda velocidad de la nave –por cierto, los bippers eran las naves de los buenos-), cuando sucedió un accidente. Sí, en 1983, los niños sufríamos accidentes porque se podían dar las condiciones para ello: jugábamos en la calle, las medidas de seguridad de los juegos infantiles estaban un tanto relajadas (los columpios, toboganes y demás cacharros que se encontraba uno en un parque estaban hechos de acero oxidado -cuántas antitetánicas me he ganado gracias a estos artilugios-) y a partir de los diez años, no necesitábamos de la supervisión de un adulto para jugar.
 Bien, pues a esto habrá que añadir el que nosotros tampoco poníamos demasiado interés en ser prudentes, así, jugar a Galáctica no era otra cosa que coger una caja de madera de la calle o un bote de suavizante tamaño familiar, montarse encima y bajar por las escaleras o por las rampas de los aparcamientos. Generalmente, la posición inicial sufría dolorosas modificaciones durante el trayecto. Ese fue el caso de Rubén, se montó en la caja de madera y ambos rodaron escaleras abajo por separado, ni pudo decir «bipper uno» lo que sí entendimos entre sus lágrimas fue un «no puedo mover la pierna». Para más desgracias, tenía astillas en el culo, se había fracturado el brazo, la pierna y el Ratoncito Pérez pudo tachar de sopetón su nombre de la lista. El domingo siguiente lo visitamos, estaba en la cama hecho una momia. Le firmamos las escayolas como era la costumbre y él nos contó con recuperada virilidad sus batallas de hospital. Para consuelo suyo, la madre le había hecho un carísimo regalo: un transatlántico de Tente.

El siguiente en caer fue Pancracio. La causa: jugar al «Torito tres cuartas» era un juego parecido al coger, con la variante de que la manera de estar a salvo era encaramándose en algún sitio que estuviera por encima de tres cuartas contadas con las manos. Existía el pique añadido de ver quién se subía más alto. Ganó Pancracio. Se sentó en lo alto de un árbol, colgando las piernas como señal de recochineo. Pese a que era invierno, él llevaba los calzones de jugar al fútbol, así que unas hormigas cabezonas a las que no les hacía gracia el nuevo inquilino se colaron por el sacrosanto sitio que jamás debiera ser profanado produciendo una reacción histérica y con muy poco sentido del equilibrio. Todavía me duele cuando lo recuerdo.

Cuando lo visitamos al día siguiente, estaba con un brazo escayolado y tenía algunos arañazos. Pero aún pudo chulear de que su accidente fue más doloroso que el de Rubén. Además, le habían regalado una moto-jet y a Lord Vader de la colección de Star Wars.

Gregorio tuvo otro accidente, quiso bajar una cuesta con un monopatín a lo Silver Surfer y cayó a lo Coyote sobre unos cactus que había en el jardín de al lado. Le tuvieron que poner una pomada no sé por qué ni aún hoy en día lo quiero saber porque recuerdo que olía a rayos (si es que los rayos huelen a ratas muertas). Al menos, le regalaron los primeros números de Daredevil en Fórum, para que leyera y además, uno de Vértice donde la Masa se enfrentaba al Wendigo y a Lobato, este último, tenía pinta de ser un mindundi sin futuro en el mundo Marvel.

Estaba claro. Accidente era igual a regalo. Tenía que tener un accidente grave para que me regalaran el camello de cuatro patas. Así que hice varios intentos: introducir tijeras en los enchufes, subir a los balcones a recoger las pelotas que se embarcaban sin que me obligara la ley de la botella (quien la tira, va por ella), o pasar por delante de los perros sueltos que había en la obra de en frente de mi casa. Pero nada. Mi temeridad se veía compensada con una buena dosis de suerte en unos casos o con un ataque de sentido común en los otros.

Pero llegó un día importante, el miércoles, 21 de diciembre de 1983. A ningún friqui le sonará esa fecha, lo que ya es una pista. Ese día se tenía que disputar un trascendental partido de fútbol en el estadio Benito Villamarín.
Resulta que la selección española estaba empatada a puntos con Holanda y la única manera de clasificarse para la Eurocopa era superándola en el cómputo de goles marcados durante la competición menos los goles recibidos. El sábado anterior, Holanda le había goleado a Malta con un cinco a cero y la vez anterior, le había metido seis goles, así que España tenía que ganarle a Malta por once a cero.

Fui al estadio con mi tío, convencido de que era imposible que España saliera de esa, así que, una vez perdido el partido, hondearía orgulloso una bandera de Holanda que había improvisado con un palo, un poco de tela y la témpera del colegio. De ahí a la paliza con la que los hinchas desahogarían su frustración solo había un paso. Pero todo salió mal. La selección española, que nunca en su historia ha jugado bien cuando más lo necesitaba, jugó bien y le ganó a Malta por doce a uno.

Todo el mundo era feliz e incluso invadieron el estadio antes de terminar el partido. Yo intenté aprovechar aquella ocasión para ponerme delante y, gracias a mi poca corpulencia y mi menor altura, acabar pisoteado por la euforia. Ni por esas. Mi tío me cogió en brazos y se unió a la masa. Así que lo único que salió herido fue mi orgullo (ser aupado a los once años no es algo muy digno).

Volvimos a casa y yo sentía que el tiempo se me escapaba, tenía que ocurrirme algo grave, así que, siguiendo un consejo de un amigo que tenía, experto en fingir enfermedades, el truco estaba en tragarse media pastilla de Avecrem. Eso tenía que funcionar, me ingresarían y todo. Como media pastilla me pareció poco, me tragué un número que nunca pude precisar.  Acabé en el hospital peor que nunca, creía que me iba a morir. Me llevaron al hospital y un médico eufórico por la victoria de nuestra selección nos recetó Dios sabe qué y durante varios días no es que creyera que fuera a morirme, sino que lo único que quería era morirme. No obstante, al final de mis malogradas vacaciones navideñas donde no probé ni un mantecado, mejoré mínimamente, lo justo como para volver al colegio sin perder un solo día y de los dulces navideños solo quedaban los roscos de vino (mierda de ideíta).

Pero antes, mientras mejoraba un poco, mi madre se me había acercado y me había preguntado qué era lo que quería, que esta Navidad iba a ser más especial. No lo dudé. «Quiero el camello de cuatro patas».

Llegó el ansiado día, mi madre me llamó musicalmente. «Mira lo que te han traído los reyes».

Acudí corriendo y lo vi, lo vi, el regalo. El circo de los clicks y un perro. Por lo visto, como no podía pronunciar bien, entendió «un perro de cuatro patas», asumiendo que no quería uno de esos de juguete con ruedas.

Era un chucho pequeño que siempre ladraba, en su primera semana devoró el barco pirata, a partir de la segunda, mis cómics sirvieron para limpiar sus regalitos y desde entonces todos mis clicks nunca tendrían pelo.

Si la sinceridad puede resultar desagradable, fingir se le llama ser educado. Y yo era muy educado. Llamamos al perro Santillana y lo amorticé jugando con él haciéndolo pasar por camello de cuatro patas, tiranosaurio contra el que luchaban mis superhéroes, dragón al que derrotar para salvar los castillos y perpetuo culpable de que mis deberes no se presentaran a tiempo. El pequeño Santillana que, seis años después, me enseñaría que la muerte no es como en los cómics, de ahí nadie vuelve con una personalidad nueva y poderes renovados.
Ignorando el hecho de que la familia del quinto le ponga al niño nombre de perro y al perro, nombre de niño. Me acosté pensando qué fue de aquellos niños que, como yo, arriesgaban la salud por un juguete, hacían peregrinaciones para adorarlo, jugaban en la calle y fantaseaban. Ahora somos los adultos los que compramos esos juguetes para volver a la infancia al mirarlo mientras vemos que los niños se parecen más a adultos. Cerré los ojos con este pensamiento: «debo de estar haciéndome viejo, supongo. Así que no quiero pensar lo viejo que deberá de sentirse Bobby cuando tenga trece años...»

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