Hace unos días, el
hijo de la vecina del quinto -la del perro asesino- celebró su undécimo
cumpleaños; por cuestiones que tienen el mismo fundamento lógico que las de la
política exterior de Israel para bombardear a Palestina, mi hijo de cinco años,
mi mujer y yo nos personamos en su casa con el inevitable regalito, elegido por
mí y envuelto por mi esposa, aunque en la tarjetita rezara: de parte de
Carlitos (que es mi hijo).
Me dispuse a
sentarme en un sofá a escuchar los chistes verdes de los otros padres y, de
paso, escudarme de la algarabía de niños corriendo, perro ladrando y un payaso
inflando globos (que juraría que es el sobrino de la dueña del
“todoaveinteduros”, que estudió Arte Dramático y que a veces se pone frente a
la Catedral disfrazado de estatua). Con mi vaso de Gold Cola en la mano y mientras me preguntaba dónde había comprado
estos refrescos, porque juraría que la empresa cerró hace años, pude ver a lo
lejos la cara de un niño abriendo el regalo con ese mínimo de emoción que
suelen tener los niños hoy en día cuando comprueban que no es algo para la Play.
Una caja de clicks medievales. Levantó una ceja y la miró con indiferencia, ni
siquiera la abrió para ver el catálogo que solían traer. Tal y como le quitó el
papel de regalo, la dejó sobre una mesa y se fue al videojuego.
-Boby, ¿Qué se dice?
–le instó la madre
-Gracias –respondió
el niño sin apartar la vista del televisor.
La madre, complacida
por la buena educación de su hijo, continuó su charla con mi esposa. Gracias a
Dios, la fiesta terminó antes de tiempo porque al payaso se le explotó un globo
y el perro asesino le atacó fieramente desatendiendo la autoritaria llamada que
su ama le hacía sin moverse del sitio «Mariano, ven aquí. No, Mariano, no.
Aquí».
Mientras bajábamos
en el ascensor pude constatar lo víboras hipócritas que éramos, no dejamos de
criticar ferozmente la fiesta a la que habíamos acudido tan sonrientes, que si
tenía unas cortinas horribles, que un perro así de grande no tendría que estar
en un piso tan pequeño o que tenía al niño malcriado. Yo me mantuve callado y
asintiendo, como hacía mi mujer. Llegados a nuestro piso, cenamos y acostamos
al niño y ya en la cama, pude desahogarme a gusto.
-El niño ese ni ha
abierto la caja de los clicks, a su edad, ya habría perdido la mitad de las
espadas debajo de la lavadora de tanto jugar, pero él...
-Los tiempos
cambian, ya te lo dije cuando fuimos a comprarlo, a los niños de once años ya
no les gustan los muñecos. Ahora hasta le meten mano a una novia.
Aquella noche me
acosté recordando la época en la que yo tenía once años. Parece mentira, ya han
pasado más de dos décadas.
Era el año de
Nuestro de Señor de 1983. Por aquel entonces, Forum vendía sus primeros tebeos
de superhéroes aunque yo no lo supiera, Pedro Almodóvar cosechaba sus primeros
éxitos cantando con Mc Namara Susan get
down, Emilio Aragón seguía una línea blanca al son de la música del Puente sobre el río Kwai ¡y eso era lo
más gracioso de la televisión!, Michael Jackson tenía que maquillarse para
parecer un zombi y un pingüino rosa demostraba que un programa infantil podía
tener las palabras «libro» y «gordo» en su título sin asustar a la audiencia.
Los niños con once
años podían jugar con muñecos sin sentirse idiotas. De hecho, aquel fue un año
muy especial porque estaban de moda unos muñecos que no olvidaríamos: los de Star Wars. Hay que entender que la saga
de George Lucas para nosotros era un oasis en el desierto que era el cine. Nada
se parecía a las andanzas de los Skywalker.
Hoy miramos la cartelera y podemos enumerar como mínimo cinco películas con
efectos especiales apabullantes, pero por aquel entonces la opción a Lord Vader
era la cabeza de Roger Moore metida en un cocodrilo de goma...
Aunque hay que
reconocer que ese fue el año en que se popularizaron las películas de acción en
las que aparecían punkies, bien atacando un pacífico barrio hasta que el amigo Charles
Bronson ponía en orden las cosas con su innecesaria y rebuscada mala leche, o
bien dominando la tierra en un indeseable futuro no muy lejano (como La fuga del Bronx, El exterminador de la carretera o Mad Max –que, por cierto, la calificaban como película S-). En
aquella Navidad llegaba por primera vez a España aquel al que años después
Reagan calificaría como ejemplo para los americanos: Rambo. Se estrenó Acorralado; por el momento, no mataba
malvados vietnamitas ni ayudaba a los bondadosos talibán contra los desalmados
rusos, pero derribaba a pedradas un helicóptero, si eso no es ser bruto...
Ahora que lo pienso,
últimamente se ha hablado de que abunda la violencia en la televisión y el
cine. Personalmente, creo que si comparamos las películas de los primeros
ochenta con las actuales, lo siento por los Cara
a cara, Sé lo que hicisteis el último
verano, XXX o Desperado, pero no llegan a los Yo soy la ley, Viernes 13, Posesión infernal
o Conan el bárbaro... Hasta había más
violencia en las de Bud Spencer y Terence Hill.
Pero volviendo al
tema del que hablábamos, los muñecos de Star Wars. A lo largo del año ya había
conseguido comprarme un par (eran un soldado gamorreano –los cerditos que
custodiaban el palacio de Jabba en la
tercera parte- y un bicho que tenía dos ojos y una cabeza en forma de lengua
lasciva que se llamaba Hammermead),
Este fue el único juguete que aguantó hasta el final, su pistola, como siempre, acabó debajo de la lavadora. |
pero ninguno de nosotros tenía el juguete más deseado de nuestra infancia: el
camello de cuatro patas, sí, suena redundante, todos los camellos tienen cuatro
patas ¿no?, pues para un niño de un barrio –digamos- problemático como lo era
el mío, no todos los camellos tenían cuatro patas, no sé si pilláis el
concepto...
El camello de cuatro
patas era el monstruoso vehículo que atacaba a los rebeldes al principio de El Imperio contraataca, se llama
AT-AT. Pues ese. El juguete era una carísima reproducción a escala para los
muñecos, lo que venía a dotarle de unas dimensiones considerables.
Este fue el juguete más soñado de la infancia de todos los niños de mi época. |
Los sábados por la
mañana, mis amigos y yo peregrinábamos al centro para poder contemplarlo en una
juguetería que había en la calle Cuna y que aún hoy en día, pese a la
decadencia en el negocio, sigue abierta. Pegábamos nuestras caras contra el
escaparate y nos quedábamos mirándolo durante algunas horas, entonces alguien
soltaba «Me han dicho que en El Corte Inglés también está expuesto y te dejan
jugar con él si no hay mucha gente» no sé cual era el autor de esa afirmación,
pero si lo pensabas detenidamente, había una trampa: diciembre, vacaciones de
Navidad, El Corte Inglés y no hay mucha gente... ¿Cuál de estos cuatro
elementos creéis que no ocurrirá nunca? Pero no éramos más ilusos que listos y
acabábamos yendo a la sección de juguetería con otros cientos de niños que
habrían hablado con el mismo oscuro sujeto.
Fue uno de esos
sábados, ya era por la tarde, después de Érase
una vez... el hombre cuando sucedió. Estábamos jugando a Galáctica (era una serie que se quedó
olvidada pero, creedme, era buenísima iba del espacio y una estación de combate
que se enfrentaba contra un ejército de robots llamados zilones mientras
buscaban un planeta en el que vivir. Bueno, pues la muletilla favorita de la
serie era «bipper uno, bipper dos», que era lo que decían los pilotos de
Galáctica cuando salían a toda velocidad de la nave –por cierto, los bippers
eran las naves de los buenos-), cuando sucedió un accidente. Sí, en 1983, los
niños sufríamos accidentes porque se podían dar las condiciones para ello:
jugábamos en la calle, las medidas de seguridad de los juegos infantiles
estaban un tanto relajadas (los columpios, toboganes y demás cacharros que se
encontraba uno en un parque estaban hechos de acero oxidado -cuántas
antitetánicas me he ganado gracias a estos artilugios-) y a partir de los diez
años, no necesitábamos de la supervisión de un adulto para jugar.
Bien, pues a esto habrá que añadir el que nosotros
tampoco poníamos demasiado interés en ser prudentes, así, jugar a Galáctica no
era otra cosa que coger una caja de madera de la calle o un bote de suavizante
tamaño familiar, montarse encima y bajar por las escaleras o por las rampas de
los aparcamientos. Generalmente, la posición inicial sufría dolorosas
modificaciones durante el trayecto. Ese fue el caso de Rubén, se montó en la
caja de madera y ambos rodaron escaleras abajo por separado, ni pudo decir «bipper
uno» lo que sí entendimos entre sus lágrimas fue un «no puedo mover la pierna».
Para más desgracias, tenía astillas en el culo, se había fracturado el brazo,
la pierna y el Ratoncito Pérez pudo tachar de sopetón su nombre de la lista. El
domingo siguiente lo visitamos, estaba en la cama hecho una momia. Le firmamos
las escayolas como era la costumbre y él nos contó con recuperada virilidad sus
batallas de hospital. Para consuelo suyo, la madre le había hecho un carísimo
regalo: un transatlántico de Tente.
El siguiente en caer fue
Pancracio. La causa: jugar al «Torito tres cuartas» era un juego parecido al
coger, con la variante de que la manera de estar a salvo era encaramándose en
algún sitio que estuviera por encima de tres cuartas contadas con las manos.
Existía el pique añadido de ver quién se subía más alto. Ganó Pancracio. Se
sentó en lo alto de un árbol, colgando las piernas como señal de recochineo.
Pese a que era invierno, él llevaba los calzones de jugar al fútbol, así que
unas hormigas cabezonas a las que no les hacía gracia el nuevo inquilino se
colaron por el sacrosanto sitio que jamás debiera ser profanado produciendo una
reacción histérica y con muy poco sentido del equilibrio. Todavía me duele
cuando lo recuerdo.
Cuando lo visitamos al día
siguiente, estaba con un brazo escayolado y tenía algunos arañazos. Pero aún
pudo chulear de que su accidente fue más doloroso que el de Rubén. Además, le
habían regalado una moto-jet y a Lord Vader de la colección de Star Wars.
Gregorio tuvo otro accidente,
quiso bajar una cuesta con un monopatín a lo Silver Surfer y cayó a lo Coyote sobre unos cactus que había en el
jardín de al lado. Le tuvieron que poner una pomada no sé por qué ni aún hoy en
día lo quiero saber porque recuerdo que olía a rayos (si es que los rayos
huelen a ratas muertas). Al menos, le regalaron los primeros números de Daredevil en Fórum, para que leyera y
además, uno de Vértice donde la Masa se enfrentaba al Wendigo y a Lobato, este
último, tenía pinta de ser un mindundi sin futuro en el mundo Marvel.
Estaba claro. Accidente era
igual a regalo. Tenía que tener un accidente grave para que me regalaran el
camello de cuatro patas. Así que hice varios intentos: introducir tijeras en
los enchufes, subir a los balcones a recoger las pelotas que se embarcaban sin
que me obligara la ley de la botella (quien la tira, va por ella), o pasar por
delante de los perros sueltos que había en la obra de en frente de mi casa.
Pero nada. Mi temeridad se veía compensada con una buena dosis de suerte en
unos casos o con un ataque de sentido común en los otros.
Pero llegó un día importante, el
miércoles, 21 de diciembre de 1983.
A ningún friqui le sonará esa fecha, lo que ya es una
pista. Ese día se tenía que disputar un trascendental partido de fútbol en el
estadio Benito Villamarín.
Resulta que la selección
española estaba empatada a puntos con Holanda y la única manera de clasificarse
para la Eurocopa era superándola en el cómputo de goles marcados durante la
competición menos los goles recibidos. El sábado anterior, Holanda le había
goleado a Malta con un cinco a cero y la vez anterior, le había metido seis
goles, así que España tenía que ganarle a Malta por once a cero.
Fui al estadio con mi tío,
convencido de que era imposible que España saliera de esa, así que, una vez
perdido el partido, hondearía orgulloso una bandera de Holanda que había
improvisado con un palo, un poco de tela y la témpera del colegio. De ahí a la
paliza con la que los hinchas desahogarían su frustración solo había un paso.
Pero todo salió mal. La selección española, que nunca en su historia ha jugado
bien cuando más lo necesitaba, jugó bien y le ganó a Malta por doce a uno.
Todo el mundo era feliz e
incluso invadieron el estadio antes de terminar el partido. Yo intenté
aprovechar aquella ocasión para ponerme delante y, gracias a mi poca
corpulencia y mi menor altura, acabar pisoteado por la euforia. Ni por esas. Mi
tío me cogió en brazos y se unió a la masa. Así que lo único que salió herido
fue mi orgullo (ser aupado a los once años no es algo muy digno).
Volvimos a casa y yo sentía que
el tiempo se me escapaba, tenía que ocurrirme algo grave, así que, siguiendo un
consejo de un amigo que tenía, experto en fingir enfermedades, el truco estaba
en tragarse media pastilla de Avecrem. Eso tenía que funcionar, me ingresarían
y todo. Como media pastilla me pareció poco, me tragué un número que nunca pude
precisar. Acabé en el hospital peor que
nunca, creía que me iba a morir. Me llevaron al hospital y un médico eufórico
por la victoria de nuestra selección nos recetó Dios sabe qué y durante varios
días no es que creyera que fuera a morirme, sino que lo único que quería era
morirme. No obstante, al final de mis malogradas vacaciones navideñas donde no
probé ni un mantecado, mejoré mínimamente, lo justo como para volver al colegio
sin perder un solo día y de los dulces navideños solo quedaban los roscos de
vino (mierda de ideíta).
Pero antes, mientras mejoraba un
poco, mi madre se me había acercado y me había preguntado qué era lo que
quería, que esta Navidad iba a ser más especial. No lo dudé. «Quiero el camello
de cuatro patas».
Llegó el ansiado día, mi madre
me llamó musicalmente. «Mira lo que te han traído los reyes».
Acudí corriendo y lo vi, lo vi,
el regalo. El circo de los clicks y un perro. Por lo visto, como no podía
pronunciar bien, entendió «un perro de cuatro patas», asumiendo que no quería
uno de esos de juguete con ruedas.
Era un chucho pequeño que
siempre ladraba, en su primera semana devoró el barco pirata, a partir de la
segunda, mis cómics sirvieron para limpiar sus regalitos y desde entonces todos
mis clicks nunca tendrían pelo.
Si la sinceridad puede resultar
desagradable, fingir se le llama ser educado. Y yo era muy educado. Llamamos al
perro Santillana y lo amorticé jugando con él haciéndolo pasar por camello de
cuatro patas, tiranosaurio contra el que luchaban mis superhéroes, dragón al
que derrotar para salvar los castillos y perpetuo culpable de que mis deberes
no se presentaran a tiempo. El pequeño Santillana que, seis años después, me
enseñaría que la muerte no es como en los cómics, de ahí nadie vuelve con una
personalidad nueva y poderes renovados.
Ignorando el hecho de que la
familia del quinto le ponga al niño nombre de perro y al perro, nombre de niño.
Me acosté pensando qué fue de aquellos niños que, como yo, arriesgaban la salud
por un juguete, hacían peregrinaciones para adorarlo, jugaban en la calle y
fantaseaban. Ahora somos los adultos los que compramos esos juguetes para
volver a la infancia al mirarlo mientras vemos que los niños se parecen más a
adultos. Cerré los ojos con este pensamiento: «debo de estar haciéndome viejo,
supongo. Así que no quiero pensar lo viejo que deberá de sentirse Bobby cuando
tenga trece años...»
genial!
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