Apareció en Dreamers el 17/06/2003
Recientemente nos ha invadido una extraña ola de nostalgia de los
años sesenta y setenta: Cuéntame, discos que se reeditan,
nuevas versiones de canciones antiguas, remakes de películas o
series, vuelven a salir los Madelman (aunque yo los recordaba más
grandes, será que por entonces yo era niño), Incluso se ha hecho
patente en mi mundo más íntimo, el de los cómics: vuelven a salir
aquellas historias de Vértice y Bruguera a través de la Biblioteca
Marvel y demás reediciones, además, hay una tendencia de “regreso
a los orígenes” en los tebeos que ya te cuento. Pero, ¿Qué hay
de los años 80? ¿Aquellos que, aunque naciéramos en los setenta,
debemos nuestros recuerdos más felices e inocentes a esa década?
¿Es que no tenemos derecho a la nostalgia? Por ello, llevado por la
corriente nostálgica que invade nuestra sociedad, he optado por
hacer un repaso de mi infancia. Sí, sí, os voy a contar mi vida.
Vale, vale, ¿Por qué tengo que usar esta página web para hacerlo?
¿Por qué no lo hago en www.cuentanostuspenas.com
, por ejemplo? La respuesta es simple, porque yo soy un friqui. Sí,
sí, un friqui. Si los que sois jóvenes y friquis os sentís
incomprendidos, marginados por una sociedad que os teme y os odia,
este sentimiento no hará más que extremarse con el paso de los
años. ¿Cuando consigáis la independencia? ¡Ja! Cuando me casé,
no esperaba que tuviera que volver a comprar los cómics a
hurtadillas, leyéndolos a escondidas para que mi esposa no me dijera
aquello de «¿Todavía sigues comprando tebeítos?». A veces creo
que tuvimos el niño nada más para que yo pudiera ir a las librerías
especializadas con la cabeza bien alta y decir «Buenos días,
quisiera comprarle a mi hijo de cuatro años el X-Men, el Increíble
Hulk, Bone, Spiderman, Sandman y la Liga de los Extraordinarios
Caballeros».
Por otro lado, me resulta imposible remontarme a un recuerdo remoto
sin poder recurrir al ancla de los cómics, las series de dibujos
animados o las películas que se estrenaron por aquel entonces.
Así que voy a comenzar a contar mis recuerdos más preciosos, nací
en Sevilla, en 1972. Por entonces, ponerle a un niño el nombre del
abuelo era normal, así que, para mi desgracia, a mi hermano mayor le
habían puesto ya el nombre de mi abuelo Antonio, por lo que optaron
por el que se había quedado libre, el de mi abuelo Gumersindo, que,
además, llevaba años muertos cuando nací, por lo que nunca podré
vengarme de él.
Poco puedo decir de mis primeros años, porque lo cierto es que mi
vida la empiezo a recordar a partir de los ocho, cuando entré en la
década de los ochenta: la democracia era algo nuevo, se sufrió el
último intento de golpe de Estado, se jugaron unos Mundiales de
fútbol aquí, Maradona todavía era un modelo de comportamiento, un
jovencísimo Miguel Bosé le cantaba a Superman con traje
ajustadísimo (y no me pidan que describa su baile), en los colegios
de curas te pegaban cosquis, decir titi o qué puro
era lo más innovador, el anuncio más polémico era el de Fa
porque se veía lejanamente una teta, los muñecos eran juguetes y no
delicadas piezas de coleccionistas, Tulipán aterrizaba sus
helicópteros en mitad de los polideportivos para repartir
mantequilla, el bollicao era la nueva merienda ideal, podías jugar
con pistolas de mixtos sin sentirte un futuro criminal probelicista,
los cantantes infantiles cantaban canciones infantiles, las cosas de
mayores tenían dos rombos, era imposible hacer zapping porque solo
había un canal y medio (la segunda emitía solo por la tarde) y los
anuncios solo interrumpían un par de veces las películas.
Al lector contemporáneo de capital le parecerá impensable, pero es
cierto, por entonces, al menos en Sevilla, no había ninguna librería
especializada. Lo más parecido que teníamos era una de ocasión que
se llamaba Codesal. Recuerdo que la llevaba una mujer con acento
norteño. Era un establecimiento amplio (tan amplio que hoy la han
sustituido una inmobiliaria, una pescadería y un bazar) donde se
vendía de todo, desde novelas de bolsillo de Corín Tellado o
Estefanía (estas últimas, pese al nombre, eran del Oeste y, por
cierto, algunas no eran recomendables para niños ni para ¡mujeres!),
clásicos juveniles de Julio Verne, clásicos literarios adaptados
para los niños (no me pregunten cómo adaptaron la Celestina),
libros religiosos (catecismos, Biblias Juveniles, hagiografías) y,
en un mueble bajo y larguísimo, cómics de todo tipo. La dueña los
ordenaba temáticamente: de superhéroes, de humor, de niñas,
recortables (que estaban en la misma estantería), de Disney...
Los viernes por la tarde íbamos toda la familia a comprar tebeos
(porque así es como los llamábamos) y recuerdo que a los ocho años
pude comprar mi primer cómic: era de Superman, de la editorial
Novaro. Todo empezó cuando quedé hipnotizado por su portada:
aparecía Superman con el traje hecho trizas golpeando a un anciano
con una enorme barba blanca y con una guadaña ¡Y el anciano se
reía! ¿Quién podía ser más poderoso que Superman? La respuesta
no podía ser otra... ¡Superman se enfrentaba a Dios! (sí, bueno,
hay que aclarar que a mí me metieron en un colegio de curas, así
que la religión la tenía siempre presente, de hecho, cuando por las
noches rezaba, me iba a un extremo de la cama para dejarles sitio al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo). «Mamá» grité mientras
corría con el tebeo en la mano «cómprame este tebeo, por favor,
mira, Superman se enfrenta a Dios».
-¿Cómo que se enfrenta a Dios?
-Pero no te preocupes, al final gana Dios, ¿No lo ves en la portada?
Pero mi madre no me lo compró, por entonces estaba castigado por las
pésimas notas que había sacado. Intenté sujetarme a un clavo
ardiendo y le dije:
-Pero mamá ¿No
recuerdas que el hermano Secundino dijo que yo necesitaba leer más?
-Tienes razón
–dijo pensativa- pero no te compraré ese tebeo, no hasta que te
sepas la tabla de multiplicar.
Aquí están Superman y Dios repartiéndose hostias consagradas y sin consagrar... |
Entonces se fue a las estanterías de libros juveniles y me compró
uno de Julio Verne Dueño del mundo de la editorial Bruguera.
Mi desilusión no tenía límites, aunque me consoló que el libro
tuviera una página de cómic cada tres contándote lo que había
sucedido entre todo aquel desfile de letras inexpresivas. Es posible
que así mi madre se asegurara de que, al menos, leía algo.
Puse el tebeo de Novaro en su sitio con una pena teatral (un último
recurso infantil) y me quedé esperando alrededor a ver si lo
compraba mi primo Gregorio que era la principal fuente de lectura de
cómic durante mi infancia, juventud y, aún hoy en día (sí, la
verdad es que mi familia tenía mala leche con los nombres, si no,
que se lo pregunten a mi otro primo Estanislao). Pero nada, él
prefirió comprarse uno de Bruguera de Spiderman. Traidor.
Tenía que comprarme ese tebeo. Del siguiente viernes no escapaba.
Durante toda la semana ahorré (sensación nueva para mí), todas las
pesetas que podía (que por entonces tenían más valor que nuestros
céntimos de euro). Tenía, claro está, la opción de estudiar la
tabla de multiplicar pero, para qué engañarnos, me resultaba menos
sacrificado juntar las pesetas de las chucherías (quedarme sin
quicos ni huevos fritos) y mirar debajo de la lavadora o dentro del
sofá-cama del salón. Al final, conseguí las 25 pesetas que
necesitaba para comprarlo. Hice un poco de trampas, le pedí a mi
madre dinero de más para una goma de borrar y así, ese viernes,
tenía ya dinero suficiente para comprarme el tebeo.
Fui aquella vez con mi tía para evitar la vigilancia materna y,
finalmente, a la estantería de los tebeos. Busqué el tebeo por
todas partes y no lo encontré por ninguna. Alguien lo había
comprado. Aprendí la primera lección de un coleccionista de cosas
que venden y son escasas: esconde lo que no puedas comprarte en ese
momento. Me tuve que conformar con un tebeo donde Luisa, Jaime y
Superman se enfrentaban a un tío que estaba hecho de radiactividad o
algo así y que al final era engañado no sé cómo. Del tebeo
Superman contra Dios jamás supe nada y me quedé con las ganas de
saber de qué iba la historia. No obstante, ya desde niño, aprecié
ese cómic suplente como el fruto del esfuerzo de toda una semana
ahorrando el dinero de las chucherías, registrando la casa o
engañando... lo que para un niño equivale a una semana de duro
trabajo. El tebeo se convirtió en mi primer tesoro, lo cuidé con
esmero y cariño durante mucho tiempo, hasta que lo rompió mi primo
chico. El muy cabrón.
Enlaces: si queréis comprobar que Maradona hacía esos anuncios:
Si, en cambio, no os resulta desagradable ver la coreografía de
Miguel Bosé sino que pensáis que sería un digno sucesor del gran
Christopher Reeve (lo cierto es que cuando uno ve el vídeo, sí que
entran ganas de saltar por la ventana):
Y, para aquellos que no hubieran visto el primer anuncio de Bollicao:
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