Es hora de que cuente uno de mis mayores traumas infantiles, tan
grande fue que casi dejo de comprar cómics para siempre. Sucedió en
mayo de 1981 y, por culpa de los tebeos de Bruguera de Spiderman,
tuve mi primera crisis ideológica. Pero comencemos por el principio
que, desde que Image comenzó a publicar sus cómics, el recurso de
la “in medias res” se ha convertido en un tópico facilón.
Por aquel entonces, Martes y 13 eran tres y aparecían en un programa
llamado Aplausos donde el invitado estrella era un dúo que se
llamaba los Pecos; Ana Obregón era una actriz emergente que llegaría
a la cima de su carrera rodando, años después, un capítulo del
Equipo A (mucho antes de triunfar en su papel de bailarina de strip
tease cuarentona); Benny Hill era un show novedoso de un
rombo; Jesús Hermida presentaba un programa infantil llamado La
cometa blanca; en la tele echaban dibujos animados como Tom
Sawyer (que ya podrían reponerla) o el Señor Rossi
(igualmente), y series como Grizzly y Adams (una de un oso y
un cazador que se hacen amigos -¡!-), La casa de la pradera (esta
serie que no la repongan, por el amor de Dios) y Con ocho basta;
además, Emilio Aragón se llamaba por entonces Milikito y solo
tocaba el cencerro, por lo que era más soportable verlo en la tele y
hasta tenía más gracia.
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Benny Hill, epítome del humor políticamente correcto |
Como dije, desde lo último que os conté de mi infancia hasta este
mayo del 81, había pasado poca cosa: un presidente del gobierno
dimitía de su cargo (es la única vez que ha ocurrido), un guardia
civil, pistola en mano, intentó dar un golpe de Estado (es la única
vez que ha ocurrido) y Estados Unidos no solo no veía como una
amenaza a Sadam Husseim sino que, además, le parecía bien que
tuviera armas de destrucción masiva y se las regalaba a espuertas
(bueno, esto no es la única vez que ha ocurrido). Sin embargo, a mi
parecer, lo más importante que me había pasado fueron otras cosas:
por fin empecé a usar el bolígrafo (un paso importante en el
desarrollo infantil: a partir de ahora dejaba de ser un niño chico y
pasaba a ser todo un niño); había visto el Imperio Contraataca
(nunca una película superó la emoción que sentí cuando vi cómo
avanzaban por la nieve aquellos enormes camellos metálico); mi
colección de cómics había aumentado considerablemente y en la tele
emitían series tales como Los nuevos vengadores (que, por
desgracia, no tienen nada que ver con los cómics de West Coast
Avengers), Spiderman y El increíble Hulk (con Lou
Ferringo rompiendo camisas y tirando enormes cajas vacías o rocas de
cartón dejaba al público boquiabierto frente a la televisión, lo
que demostraba lo poco exigente que éramos por aquel entonces). Pero
de todo esto, lo más importante de toda mi infancia estaba por
llegar, este año iba a hacer la Primera Comunión.
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Por entonces, con un culturista con la camisa rota, flipábanos |
Igual que hoy, la Primera Comunión era una especie de cheque en
blanco para un niño. ¡Qué demonios! ¿A quién iba a engañar yo? Lo
que más ilusión hacía no era recibir el cuerpo de Cristo, ni ser
partícipe por vez primera del Sacrificio Incruento del cristianismo…
En absoluto, lo que a mí más me interesaba eran los regalos. Nos
pasábamos los días previos calculando qué regalos íbamos a pedir
y ante tal abanico de posibilidades, he de reconocer que tenía el
cerebro saturado. Junto a mi vecino Pancracio (que también iba a
hacer la Primera Comunión) compusimos una lista de candidatos:
Estaban los madelman o, mejor, los geyperman que eran más grandes,
más fuertes y más machos que los primeros; además, los geyperman
tenían tebeos, donde descubrías que el negro se llamaba Brown (sí,
sí, negro. A mí eso de afroamericano o afroespañol me parece más
desafortunado porque: uno, condiciona tu nacionalidad; dos, no existe
el término euroamericano para los no nativos americanos; tres, bajo
esa regla de tres -es decir, nombrarte según un antepasado lejano-,
todos los indoeuropeos debiéramos llamarnos mesopotámicoeuropeos; y cuatro, la negra no es la única raza que hay en África).
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Aquí está el pobre Browm, parece que ha escapado de una peli de zombis. Lo cierto es que los maderman y los geyperman acababan así siempre. Supongo que era el equivalente al síndrome de cuello aplastado de las Barbies |
Volviendo al tema de los juguetes, también estaban los Scalectrix,
trenes silbatos, airgan boy… Pero entre todos ellos, destacaba uno
por excelencia, el que considero el mejor juguete de todos los
tiempos, o, al menos, el mejor juguete de todos mis tiempos: los
clicks de Famobil, que después pasarían a llamarse los
clicks de Playmobil. Estos tenían todas las papeletas para
encabezar la lista.
Sin embargo, Pancracio me enseñó un anuncio de periódico que copio
tal cual se publicó:
“Grandstand.
Juego programable de televisor: logre su tercer canal de juegos en su
televisor. Cambie de juego sin cambiar de consola, con los distintos
cartuchos.
El
cartucho incluido en la consola contiene: fútbol, tenis, frontón,
práctica de frontón, hockey, tiro al blanco (uno o dos jugadores),
baloncesto, práctica de baloncesto y gridball. Con otros cartuchos,
juegue a los formas de derribar ladrillos, sea piloto de carreras de
Fórmula 1, practique el moto-cross, salto de obstáculos o el
enduro, tire al pichón y al plato con fusil (incluido) hunda
submarinos con su destructor, etcétera, etcétera. 10.500 pesetas.”
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Era jugar con la tele, el primer videojuego que conocí. Por entonces no era un peligro para las neuronas de mi generación |
Aquella fue la primera noticia que tuve de un videojuego, pero eso,
como en La historia interminable, es otra historia que
contaremos en su debido momento.
En fin, mi Primera Comunión estaba en marcha cuando, leyendo un
tebeo de los Cuatro Fantásticos, más bien era de Spiderman en cuyas
últimas páginas te solían colocar la primera familia Marvel, me
percaté de una realidad: ¿Había hecho Franklin Richards la Primera
Comunión? ¿Iban a misa los 4F o Spiderman? Mira que D. Julio
nuestro violento maestro había sido bien claro: si no se comulga, se
va al infierno. Si no se va a misa, se va al infierno. Si no se
confiesa, se va al infierno… era tan fácil acabar ahí y, la
verdad, yo no veía que eso preocupara especialmente a estos cuatros.
¿Estaría leyendo un tebeo pecaminoso lleno de ateos? Entiéndase
que, por entonces, yo no conocía ateos, de hecho, no conocí a
ninguno hasta la adolescencia cuando me presentaron a dos grandes
coleccionistas de tebeos, Sergio y Roberto y no podía dudar de que
eran buenas personas pues consideraban Watchmen una obra de arte.
Hasta entonces, mi círculo amistoso era cristiano católico
apostólico romano y tradicional. De este modo, me encontraba en una
crisis bastante acuciante: ¿Y si Ben, Johny, Sue, Reed, Peter, y los
demás eran ateos? ¿Tendría que dejar de leerlos? O, si elegía
hacerlo ¿No debería dejar de hacer la Primera Comunión? Mira que
el maestro había dejado claro que a partir de la Comunión ya no se
podía pecar así como así. Que, a partir de entonces, ir al
infierno era todavía más fácil (si es que alguna vez fue difícil
acabar allí).
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Lo único guay que tenía el infierno era ver a Mefisto en su salsa. Algo es algo |
Por un lado, sabía que había paganos e idólatras asquerosos en el
universo Marvel como Thor o Hércules, pero, los otros, no sé, se
les veía tan buenos muchachos…
No podía vivir con esa angustia, no podía confiarle esa duda a mi
madre, porque lo mismo aprovechaba ese momento de crisis para que
renunciase a mis cómics, así que recurrí a mi maestro, D. Julio.
-D. Julio, si uno es muy bueno, siempre hace el bien por encima de
todas las cosas, pero no hace la comunión, ni los sacramentos, ni va
a misa… ¿No se libra del infierno?
-No, Gumersindo, irá de cabeza al infierno porque no ir a misa ni
hacer los sacramentos es un pecado tan horroroso como matar.
D. Julio vio mi expresión de terror y preocupación, así que me
preguntó.
-Porque tú harás la comunión, ¿no?
- Pues la verdad, no sé
Frunció el ceño, cogió la regla y me calentó la mano a reglazos
hasta que solté un «sí» categórico.
-Y no se te ocurra hacer una trastada en la misa delante de todos los
padres, porque además de ir al infierno, acabarás con la palma de
la mano sin piel ¿entendido?
D. Julio llamó a mis padres y no sé qué les dijo, pero mi madre me
dio una larga y seria charla sobre el cielo y el infierno y,
finalmente, sobre los juguetes que no recibiría. Años después
averigüé que había habido un antecedente en mi familia durante la
Comunión, un primo mío había echado a perder la comunión de todos
los niños. Nunca supe exactamente qué hizo, ese tema es tabú en mi
familia aun hoy en día. Supongo que eso explica parte de la salvaje
reacción de D. Julio, la otra parte la explica el que ese
desgraciado siempre reaccionaba salvajemente ante cualquier
contradicción a su palabra. Era su forma de evangelizar.
Estaba decidido. No iba a comprar más cómics. Ya los miraba con
nostalgia, apilados en la repisa, arrugados y doblados. Entonces
entró mi primo Gregorio. Pese a que tenía solo dos años más que
yo, para mí era el equivalente a un adulto, así que le confié mi
crisis.
-ven conmigo –me dijo. Fui a su casa y me enseñó unos tebeos
donde aparecían los cuatro fantásticos casándose en una iglesia y,
entre los invitados, estaban un montón de superhéroes (¡hasta
Superman!) que ayudaron para que la boda no la chafase el cabrito del
doctor Doom. Además, me enseñó un tebeo donde se enfrentaban a
Mefisto (el demonio) y le vencían, lo que les convertía en unos
santos.
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No te podías quejar de que te cayeran estos regalos (y otros peores) porque el verdadero regalo era recibir el cuerpo de Cristo y tener la opción de ir al infierno |
Mi crisis desapareció en un plis plas. No tenía que elegir, así
que hice la Primera Comunión y, en el convite, me regalaron un
montón de estúpidos “Recuerdos de mi primera comunión” con
plumas blancas y crucifijos dorados, libritos de “mi primera
comunión”, libritos de santos, cómics de santos, una caja de
rotuladores y ni un puto click. Bueno, por lo menos, mi amigo
Pancracio acabó más desilusionado, porque en vez del videojuego, le
regalaron un estúpido disco de Enrique y Ana. Y sí, eso de «mal de
muchos, consuelo de tontos» me convierte en un tonto, pero en un
tonto consolado.